El Cayapo
Una de las discusiones más importantes que debemos tener en la revolución es sobre las ciudades y la producción. Hay gente que pareciera pensar o creer que las ciudades no son el producto del largo transitar azaroso de la lucha por el poder hasta llegar al humanismo y su modo de producción, el capitalismo.
Que su construcción no está ligada íntimamente a la guerra, y que las ciudades, después de erigirse como cuarteles, terminaron siendo el asiento del Estado y las fábricas con todos sus aledaños.
Cada ciudad es de la manera como la necesita el capitalismo en cada continente. Unas son fábricas o centros industriales, otras zonas administrativas y financieras, otras paraísos para que los ricos guarden lo robado, otras basureros, otras simples o grandes minas, otras espacios de diversión. En cada ciudad-mina existe la imitación de las llamadas metrópolis, en todas conseguiremos las franquicias del consumismo basura. Sea en el ámbito del arte, la comida chatarra, la moda, las informaciones y espectáculos y cuanta vaina se compre y se venda en este sistema.
Las ciudades cumplen funciones necesarias al capitalismo, en todas hay desperdicios y destrucción natural. Se repite en su escala la tragedia del humanismo remachándose al infinito.
Cuando ya el capitalismo no las necesita se desprende de ellas sin ningún dolor. Son muchas las ciudades destruidas por medio de la guerra o abandonadas a su suerte por el capitalismo en el planeta entero. Son simples órganos en desecho, y cuando son abandonadas no es sólo el nombre, el territorio y su paisaje, es la gente con toda su historia, con sus afectos y sus tragedias. Las ciudades se convierten en un simple amor pasajero para el humanismo, donde después la carroña artística empieza a vivir de las vísceras podridas de ese cadáver.
El humanismo es la civilización que, aun en toda su deslumbrante grandiosidad, provoca en su mismo tiempo de existencia las más grandes ruinas que cultura alguna haya derivado en la historia de la especie. El humanismo es como cagar y comer en el mismo plato a la vez.
De manera que las ciudades son un producto, una mercancía, no son un hecho divino o mágico, obra y gracia de Walt Disney, o creadas por la vara mágica de Harry Potter. No son mejorables ni cambiables, lo único que hacen es crecer metastásicamente como un cáncer.
Aun con la Carta de Atenas como modelo, las ciudades terminan como cualquiera en el mundo
En 1933, urbanistas, ingenieros y arquitectos se reunieron y produjeron un documento conocido como la Carta de Atenas, redactada con motivo del IV Congreso de Arquitectura Moderna (CIAM) celebrado a bordo del Patris II en 1933 durante la ruta Marsella-Atenas-Marsella. Fue publicada en 1942 por Le Corbusier y Josep Lluís Sert, de la cual tomaremos el punto el 94:
"La peligrosa contradicción observada aquí plantea una de las cuestiones más peligrosas de nuestra época: la urgencia de regular, a través de un medio legal, la disposición de todo suelo útil para equilibrar las necesidades vitales del individuo en plena armonía con las necesidades colectivas.
Hace años que las empresas de equipamiento, en todos los lugares del mundo, se estrellan contra el petrificado estatuto de la propiedad privada. El suelo -el territorio del país- debe estar disponible en cualquier momento, y estarlo a su equitativo valor, estimado con anterioridad al estudio de los proyectos. Cuando está en juego el interés general, el suelo debe ser movilizable. Sobre los pueblos que no han sabido medir con exactitud la amplitud de las transformaciones técnicas y sus formidables repercusiones sobre la vida pública y privada, se han abatido innumerables inconvenientes. La ausencia de urbanismo es la causa de la anarquía que reina en la organización de las ciudades, en el equipamiento de las industrias. Por haber ignorado ciertas reglas el campo se ha vaciado y se han llenado las ciudades por encima de cualquier límite razonable; las concentraciones urbanas se constituyen al azar; las viviendas obreras se han convertido en tugurios. Para la salvaguardia del hombre no se ha previsto nada. El resultado es catastrófico, y casi uniforme en todos los países. Es el amargo fruto de cien años de maquinismo sin dirección alguna".
Desde entonces ha transcurrido casi cien años más y las ciudades periféricas del capitalismo están peores, incluso el arquitecto comunista Oscar Niemeyer y el urbanista Lúcio Costa, quienes aplicaron los principios filosóficos de la Carta de Atenas, planificaron Brasilia, y vemos que de ser una joya arquitectónica y urbanística, Brasilia es hoy igual a cualquier ciudad del mundo, como dice la mentada carta, con todas sus taras de origen. Porque no es la ciudad y su urbanismo ni el deseo de hacerla agradable: es el capitalismo, es el afán de lucro que obliga al constructor a volverla ese negocio de poca inversión y gran ganancia que todos los días puede armar y desarmar.
Sabemos que muchos argumentan en favor de las ciudades europeas y sus amplias y bien limpias y cuidadas calles, y sus bellos jardines, y sus amplios salones de arte, sus universidades y museos. Claro que nadie se preocupa por sus suburbios, sus muros de contención de la miseria, su extensión de basura, desechos tóxicos, venenos, transgénicos, tecnología en desecho, hacia la periferia africana, asiática, americana, oceánica.
En la ciudad la mayoría juega banco
El problema que se nos plantea a nosotros como clase en revolución es pensar dónde, cómo, cuándo, con quién se ha de construir la otra cultura, porque imaginar que la cultura comunal es posible en los barrios o las urbanizaciones es cambiar todo para que nada cambie.
El uso del agua en el capitalismo demuestra lo ineficiente que es el sistema
Si analizamos cifras objetivas, nos damos cuenta que el 95% de los venezolanos habitamos en menos del 20% del territorio, es decir, en grandes y medianos centros urbanos donde la lógica del consumismo está instalada con mayor fuerza. El consumo de agua por habitante en las grandes ciudades puede ir desde los 500 litros hasta los 800 litros diarios, que multiplicados por los 30 millones de habitantes son varios miles de millones de litros que se consumen diariamente entre bañarse, cepillarse los dientes, cocinar, bajar la poceta y lavar los platos sucios, además de lo que malbaratan las fábricas y centros comerciales que, sumados, quintuplican lo que gastamos la gente, pero el sistema nos culpa como individuos. Pero aún hay más, como dice la propaganda, si contamos la retención de agua en las tuberías que se usa sólo para mantener la presión necesaria cada vez que abrimos la pila. Estamos hablando de un consumo excesivo, insostenible, que se desperdicia en nombre de la comodidad. El uso del agua en el capitalismo demuestra lo ineficiente que es el sistema.
Igual sucede con la comida. Según el Ministerio del Poder Popular para la Alimentación, el consumo mensual de alimentos de la gran mayoría de nosotros que vivimos, como dijimos antes, en centros urbanos, es de aproximadamente 380 mil toneladas, tanto de alimentos producidos localmente como de los que son importados. Ahora bien, en medio de la guerra actual, el Gobierno distribuyó 800 mil toneladas de alimentos mensualmente. Estamos hablando de 2015, pero si la población no ha crecido exponencialmente y menos en un año, ¿cómo se justifica que los mismos 30 millones de habitantes que consumimos 380 mil toneladas mensuales ahora necesitemos, mágicamente, 800 mil toneladas mensuales?
Mientras sigamos venerando el imaginario de la ciudad, estas situaciones seguirán sucediendo cada vez con mayor fuerza. Es imposible resolver el problema del hambre en el marco del capitalismo: siempre las ciudades demandarán más y más comida, pues su condición de cárcel y cuartel para el ejército masivo la necesita para sostener el látigo de la cotidianidad, sea derrochándola, acaparándola o bachaqueándola, todas conductas que produce el aparato de producción capitalista basado culturalmente en la competencia, la exacerbación del individualismo y el robo.
La cantidad de alimentos que se bota en una ciudad son tres veces más que la que consumimos; así es en combustible, en agua, en materia prima, en servicios. La ciudad es un barril sin fondo que crece arropando toda la naturaleza, pero además consume gente en la misma proporción, porque la gente que trabaja en una ciudad es reducida. La gran mayoría juega banco en la producción, sea como ejército de reserva o activo en deterioro.
Sin embargo, tanto los teóricos del humanismo como los del comunismo argumentan que el problema es producir más. Nadie se da cuenta o no le interesa entender que en las ciudades se invierten tres unidades energéticas y se obtiene una, el resto se malbarata. Lo que hace parecer eficiente al capitalismo es que el dueño se apropia de los resultados y el planeta sufre las consecuencias de la ineficiencia del sistema.
La ciudad no es el resultado de un fin buscado sino el producto de un devenir en la guerra. No hay ciudad que no haya sido fundada por la guerra, porque incluso aquellas que se fundaron sin una guerra de por medio terminaron comportándose como si estuvieran siempre en guerra.
En este momento el campesino es tan ciudadano en los niveles de consumo como cualquiera de la ciudad
El problema está en la motivación que genera el modo de cómo se produce. Si nos vamos de la ciudad al campo, reproduciremos inmediatamente la ciudad que cargamos en el cerebro.
En este momento el campesino es tan ciudadano en los niveles de consumo como cualquiera de la ciudad; ese modo de vivir producto del capitalismo contaminó a todo el planeta. Es un concepto que ningún humanista quiere cuestionar, pero sí anda estúpidamente quejándose del monóxido y la capa de ozono y el calentamiento global, como si no fueran una consecuencia.
Cuántos ríos Orinoco, Caroní o Apure destruiremos para darnos cuenta que Caracas o Dubái no son la vía de la vida; que ningún paño de agua tibia aliviará ni mucho menos resolverá el problema; que trascender sustancialmente pasa por que pensemos seriamente en cómo eliminar la ciudad.
En esta revolución, los que viven de las ciudades mal pueden pensar en su eliminación. Si los encuestamos entre industrialización y conuco dirán más industrialización.
Los pobres debemos ser radicales en el pensamiento y audaces en la acción para separarnos del capitalismo.
Todo el que crea que mejorando las ciudades construiremos la otra cultura no se da cuenta de que estamos prolongando la tragedia. No sigamos administrando el capitalismo, financiemos la otra cultura.
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