Alejandro Fierro
El periodista británico Owen Jones escribió en el año 2012 el ensayo “Chavs: La demonización de la clase obrera”. Jones denunciaba la estrategia neoliberal para satanizar a los sectores populares mediante tácticas de ridiculización, estigmatización e incluso criminalización. El símbolo de la clase trabajadora dejaba de ser el de una persona obrera, con gran conciencia de clase, cabeza de familia y amplio sentido de la responsabilidad social. Ese estereotipo, acuñado en los tiempos duros de la posguerra mundial, no servía a los intereses ultracapitalistas de la Gran Bretaña de los años 70, liderada por Margaret Thatcher.
Esa imagen fue sustituida por la del “chav”, una persona joven, inculta, de dudoso gusto, floja y carne permanente del desempleo, violenta, irresponsable e incapaz de llevar adelante un proyecto de vida más allá de abusar de las ayudas públicas sin aportar nada a la sociedad. Según la narrativa mediática, apoyada por políticos y académicos, el chav terminaba indefectiblemente en la delincuencia de pequeña escala: robos, tráfico de drogas, violaciones. A partir de esta imagen se podía justificar el desmantelamiento de todos los programas sociales. El país -continuaba el relato- no tenía por qué mantener a vagos y criminales. Obviamente, lo que perseguía el capital era la privatización y mercantilización de áreas anteriormente gestionadas desde lo público: vivienda social, sanidad, educación, ayudas a la maternidad. La criminalización de sus potenciales usuarios amortiguaría cualquier conato de protesta.
La idea para escribir el libro se le ocurrió a Owen Jones durante una cena con unos amigos. Todos eran de izquierda, universitarios y de alto nivel cultural. Al parecer, el encuentro estuvo salpicado por comentarios bastante ácidos acerca de los chavs, desde la ropa que usaban hasta sus nombres o los de sus hijos. A Jones le sorprendió que estas personas hubieran sido incapaces de hacer bromas acerca de homosexuales, negros o mujeres. El respeto a la igualdad sexual, racial o de género estaba fuera de toda duda. Sin embargo, las ocurrencias sobre los chavs no sólo estaban permitidas, sino que eran celebradas con risas y aplausos.
Esa escena evidenciaba la fortaleza de la hegemonía neoliberal, que permeaba incluso hasta a las personas supuestamente mejor formadas dentro de la izquierda. Sin darse cuenta, lo que hacían aquellos comensales era eliminar la cuestión de clase del debate y centrarse en aspectos subordinados a ésta como los gustos culturales o el nivel educativo. Habían llegado al lugar donde el capitalismo los quería tener.
En estos días he vivido una experiencia similar. Una persona de alta preparación, dilatada militancia en la izquierda intelectual y participante en la Revolución Bolivariana, se refería con sorna a una chica de barrio. Los comentarios sardónicos empezaron con su nombre y después se extendieron a su peinado y su forma de vestir. A mi primera objeción sobre sus palabras me respondió que no había que idealizar a los cerros, que la gente más superficial y consumista se encontraba allí. Probablemente también sin advertirlo, mi interlocutora iba avanzando en la colección de tópicos negativos, a la vez que afloraba su propia condición de clase, algo que nunca termina por desaparecer del todo.
En el fondo del debate subyace la complejidad de armonizar a las clases medias intelectualizadas con los sectores populares. Toda experiencia revolucionaria de los últimos doscientos años ha contado con ambos estratos, en una relación notoriamente desigual que habitualmente se ha decantado por los primeros gracias a su mayor capital social y cultural.
Pero en este aspecto, como en tantos otros, la Revolución Bolivariana también es diferente. Estos quince años han supuesto un empoderamiento de las mayorías populares que se ha traducido en un afianzamiento de sus propias coordenadas socioculturales. Sus referentes ya no se encuentran en las clases medias, sino en sí mismas, en su propia trayectoria histórica. Todo lo que antaño era motivo de vergüenza –su forma de vestir, de hablar, de comportarse, hábitos culturales, gustos gastronómicos- hoy se despliega orgullosamente. Se le debe mucho a Chávez en esta revalorización de lo popular.
En este contexto, es la clase media progresista la que debe resituarse y considerar en qué términos va a suscribir la alianza con las mayorías sociales. Cualquier pretensión de dirigismo está condenada al fracaso. Una separación excesiva del sustrato popular la conduciría a una tierra de nadie, a esos parajes inhóspitos en los que languideció durante todo el siglo XX, repudiada por los suyos e ignorada por un pueblo con el que no era capaz de conectar. La reflexión es acuciante en estos tiempos de dificultades económicas, cuando los condicionantes de clase afloran aún más. En un proceso como el chavista, las capas populares no van a esperar por nadie.
(A modo de postscriptum: la “tuki” de barrio, objeto de las burlas de la persona que inspiró este artículo, con su nombre extraño, su pelo planchado y su licra ajustada, estuvo todo el pasado domingo en una sala situacional monitoreando las elecciones primarias del PSUV, alentando a la gente a votar y evaluando los resultados. Efectivamente, en la Venezuela del siglo XXI todo es diferente).
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-Alejandro Fierro es especialista en Comunicación Política y Electoral.
GISXXI/AlbaTV
El periodista británico Owen Jones escribió en el año 2012 el ensayo “Chavs: La demonización de la clase obrera”. Jones denunciaba la estrategia neoliberal para satanizar a los sectores populares mediante tácticas de ridiculización, estigmatización e incluso criminalización. El símbolo de la clase trabajadora dejaba de ser el de una persona obrera, con gran conciencia de clase, cabeza de familia y amplio sentido de la responsabilidad social. Ese estereotipo, acuñado en los tiempos duros de la posguerra mundial, no servía a los intereses ultracapitalistas de la Gran Bretaña de los años 70, liderada por Margaret Thatcher.
Esa imagen fue sustituida por la del “chav”, una persona joven, inculta, de dudoso gusto, floja y carne permanente del desempleo, violenta, irresponsable e incapaz de llevar adelante un proyecto de vida más allá de abusar de las ayudas públicas sin aportar nada a la sociedad. Según la narrativa mediática, apoyada por políticos y académicos, el chav terminaba indefectiblemente en la delincuencia de pequeña escala: robos, tráfico de drogas, violaciones. A partir de esta imagen se podía justificar el desmantelamiento de todos los programas sociales. El país -continuaba el relato- no tenía por qué mantener a vagos y criminales. Obviamente, lo que perseguía el capital era la privatización y mercantilización de áreas anteriormente gestionadas desde lo público: vivienda social, sanidad, educación, ayudas a la maternidad. La criminalización de sus potenciales usuarios amortiguaría cualquier conato de protesta.
Es la clase media progresista la que debe resituarse y considerar en qué términos va a suscribir la alianza con las mayorías sociales. Cualquier pretensión de dirigismo está condenada al fracaso.La obra de Jones tuvo un éxito internacional inmediato. Todo país tiene sus chavs. En España están los “canis” y las “chonis”; los “turros” en Argentina; en México son los “nakos” y en Chile los “flaites”. Y en Venezuela, por supuesto, están los “tukis”. Los lectores de todo el mundo reconocieron no sólo al estereotipo, sino también a todo el proceso de demonización.
La idea para escribir el libro se le ocurrió a Owen Jones durante una cena con unos amigos. Todos eran de izquierda, universitarios y de alto nivel cultural. Al parecer, el encuentro estuvo salpicado por comentarios bastante ácidos acerca de los chavs, desde la ropa que usaban hasta sus nombres o los de sus hijos. A Jones le sorprendió que estas personas hubieran sido incapaces de hacer bromas acerca de homosexuales, negros o mujeres. El respeto a la igualdad sexual, racial o de género estaba fuera de toda duda. Sin embargo, las ocurrencias sobre los chavs no sólo estaban permitidas, sino que eran celebradas con risas y aplausos.
Esa escena evidenciaba la fortaleza de la hegemonía neoliberal, que permeaba incluso hasta a las personas supuestamente mejor formadas dentro de la izquierda. Sin darse cuenta, lo que hacían aquellos comensales era eliminar la cuestión de clase del debate y centrarse en aspectos subordinados a ésta como los gustos culturales o el nivel educativo. Habían llegado al lugar donde el capitalismo los quería tener.
En estos días he vivido una experiencia similar. Una persona de alta preparación, dilatada militancia en la izquierda intelectual y participante en la Revolución Bolivariana, se refería con sorna a una chica de barrio. Los comentarios sardónicos empezaron con su nombre y después se extendieron a su peinado y su forma de vestir. A mi primera objeción sobre sus palabras me respondió que no había que idealizar a los cerros, que la gente más superficial y consumista se encontraba allí. Probablemente también sin advertirlo, mi interlocutora iba avanzando en la colección de tópicos negativos, a la vez que afloraba su propia condición de clase, algo que nunca termina por desaparecer del todo.
En el fondo del debate subyace la complejidad de armonizar a las clases medias intelectualizadas con los sectores populares. Toda experiencia revolucionaria de los últimos doscientos años ha contado con ambos estratos, en una relación notoriamente desigual que habitualmente se ha decantado por los primeros gracias a su mayor capital social y cultural.
Pero en este aspecto, como en tantos otros, la Revolución Bolivariana también es diferente. Estos quince años han supuesto un empoderamiento de las mayorías populares que se ha traducido en un afianzamiento de sus propias coordenadas socioculturales. Sus referentes ya no se encuentran en las clases medias, sino en sí mismas, en su propia trayectoria histórica. Todo lo que antaño era motivo de vergüenza –su forma de vestir, de hablar, de comportarse, hábitos culturales, gustos gastronómicos- hoy se despliega orgullosamente. Se le debe mucho a Chávez en esta revalorización de lo popular.
En este contexto, es la clase media progresista la que debe resituarse y considerar en qué términos va a suscribir la alianza con las mayorías sociales. Cualquier pretensión de dirigismo está condenada al fracaso. Una separación excesiva del sustrato popular la conduciría a una tierra de nadie, a esos parajes inhóspitos en los que languideció durante todo el siglo XX, repudiada por los suyos e ignorada por un pueblo con el que no era capaz de conectar. La reflexión es acuciante en estos tiempos de dificultades económicas, cuando los condicionantes de clase afloran aún más. En un proceso como el chavista, las capas populares no van a esperar por nadie.
(A modo de postscriptum: la “tuki” de barrio, objeto de las burlas de la persona que inspiró este artículo, con su nombre extraño, su pelo planchado y su licra ajustada, estuvo todo el pasado domingo en una sala situacional monitoreando las elecciones primarias del PSUV, alentando a la gente a votar y evaluando los resultados. Efectivamente, en la Venezuela del siglo XXI todo es diferente).
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-Alejandro Fierro es especialista en Comunicación Política y Electoral.
GISXXI/AlbaTV
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