Por Rebeca Monsalve
En diciembre de 1902, 20 buques de Alemania, Inglaterra e Italia en conjunto bloquearon la salida al mar de Venezuela como mecanismo de presión para que el gobierno de Cipriano Castro pagara la deuda externa que contrajeron gobiernos anteriores.
La transgresión se extendió hasta febrero de 1903, cuando Estados Unidos intervino en la escena para servir de “mediador” entre las partes y llegar a un acuerdo que disolviera la amenaza de una intervención de las potencias extranjeras en territorio venezolano.
Traemos a colación esta parte de nuestra historia luego de que, desde los Estados Unidos, sugirieran un bloqueo naval contra Venezuela luego de las fallidas estrategias llevadas a cabo por el antichavismo nacional e internacional por derrocar al presidente Nicolás Maduro y comenzar una guerra fratricida.
¿Qué desencadenó el incumplimiento del pago de la deuda extranjera?
El comienzo del siglo XX recibía a una Venezuela con una profunda crisis estructural. A las guerras que dieron paso al nacimiento de la República, le siguieron décadas de constantes enfrentamientos entre caudillos y guerras campesinas, lo que no permitía un mínimo de gobernabilidad política.
El sector económico, por su parte, basado exclusivamente en la exportación de café y en menor proporción el cacao, era vulnerable a la dinámica del mercado capitalista global, y la disminución de los precios de materia prima afectaba sensiblemente a la estructura monoproductora del país.
En 1899 había declinado el precio del café en un 40% en el mercado internacional, mientras que la producción nacional también mermaba, lo que reducía la valorización del producto en un 46%.
A su vez, las débiles políticas fiscales junto con una mala administración de los recursos incidieron en la precarización de la situación. El financiamiento de las guerras tomaban buena parte de los ingresos, siendo insuficientes para cubrir el resto de los gastos del Estado. En este sentido, se hizo recurrente la solicitud de ayuda financiera externa, que se convirtió en un instrumento con el cual se honraban deudas adquiridas anteriormente y se le inyectaba recursos a los múltiples alzamientos y revueltas de la época desencadenados por proyectos políticos personales de los caudillos de turno.
El saldo de esta política económica fue el de una deuda pública de 190 millones de bolívares. En 1896, en el ocaso del gobierno de Joaquín Crespo, esto se traducía en cuatro veces los ingresos fiscales de la República.
Bajo esas condiciones se estableció Cipriano Castro en el poder, luego de triunfar con la Revolución Liberal Restauradora en 1899. Estaba en la obligación de cumplir con una deuda que rebasaba el ingreso nacional, justamente cuando el país tenía el aparato productivo atrofiado gracias a las guerras civiles y a que los precios del café sufrían una abrupta caída.
Ante esto, Castro declaró en enero de 1901 su negativa a pagar los abultados empréstitos que se habían adquirido antes de su gobierno y en febrero de 1902 suspendió el pago de la deuda. La situación alertó a las potencias acreedoras, que financiaron a caudillos regionales en función de derrocar al gobierno.
Romper con el sistema político servil a intereses foráneos condujo a la decisión por parte del capital extranjero de armar un levantamiento que depusiera a Cipriano Castro. Así avanzó la Revolución Libertadora, liderada por el banquero Manuel Antonio Mato y con el apoyo de la New York & Bermúdez Company, primera transnacional que operaba en el país para extraer hidrocarburos con mínimas regalías e impuestos para el país.
La operación fracasó en noviembre de 1902 con el triunfo del gobierno en la Batalla de la Victoria. Los países europeos se decidieron, entonces, a ejecutar el bloqueo naval en las costas del mar Caribe.
De 1902 a 1903: Cronología del cerco a las costas venezolanas
Inglaterra y Alemania dieron el ultimátum el 7 de diciembre de 1902. Dos días después arribó una flota de 15 navíos de guerra al puerto de La Guaira para efectuar el bloqueo. El 11 de diciembre, Italia se sumó a la agresión. Fueron atacados los puertos de Puerto Cabello, Maracaibo y La Guaira. El ataque más violento ocurrió en 12 de diciembre en el lago de Maracaibo.
Se unieron nuevas exigencias de Francia, España, Estados Unidos, Holanda y Bélgica a las originales de Alemania, Inglaterra e Italia. Además, los europeos anexaron los reclamos de perjuicios causados a los bienes y negocios de sus subordinados durante las guerras civiles.
La respuesta de Cipriano Castro ante la acción de guerra no declarada fue el llamado a la unidad nacional en todo el territorio contra la agresión imperialista. Recibió un sólido apoyo de la población, incluso de los que lo adversaban, reforzando su liderazgo internamente. Por esta razón ordenó el regreso de los exiliados y la liberación de los presos políticos, mientras que mandó a apresar a los súbditos ingleses, alemanes e italianos que vivían en el país.
El respaldo interno solo podía cristalizarse con el fin del asedio por parte de los imperios europeos. De este modo y a pesar de la cierta resistencia que puso Castro, el 17 de diciembre de 1902 la cancillería venezolana pidió la intervención del Ministro Plenipotenciario estadounidense Herbert Bowen para fungir como árbitro en la resolución del conflicto.
Las potencias extranjeras también aceptaron la medida diplomática con recelo. El 13 de febrero de 1903 se firmó el “Protocolo de Washington” donde los reclamos quedaron divididos en dos partes: las adquiridas antes del gobierno de Castro y las que correspondían a su administración. Su cancelación se garantizaría con el apartado del 30% de los derechos aduanales.
El total de los compromisos adquiridos con las potencias que agredieron la soberanía del país fue pagado en 1913.
El trasfondo del bloqueo naval inaugura la politica del “Gran garrote”
Ubicar el contexto geopolítico de la época es determinante si se quieren identificar los verdaderos móviles tras el desmedido ataque a un Estado soberano que presentaba evidentes vulnerabilidades para saldar su deuda externa.
La hegemonía europea en el nuevo continente se tambaleaba con el surgimiento de los Estados Unidos como potencia. La coincidencia de Inglaterra y Alemania (países rivales en el control del mercado global) en asediar Venezuela sirvió para medir la respuesta estadounidense en ese lado del Atlántico.
Los intereses no manifiestos del bloqueo naval europeo apuntaban a anexionarse territorios estratégicos, bajo la figura de dependencias o protectorados, más allá del simple cumplimiento con la deuda venezolana. Alemania, por ejemplo, tenía intenciones de expandir su flota naval y establecer bases y estaciones carboníferas en distintas zonas del mapa mundial. El territorio insular de Nueva Esparta era ideal para establecer una base naval en el Caribe.
Era una oportunidad para esta y otras potencias europeas que andaban en la captura, despliegue militar mediante, de nuevos mercados que evitaran el estancamiento de sus economías.
Durante el siglo XIX, Estados Unidos se encargó de desplazar a las colonias europeas del suelo latinoamericano. En su impulso de convertirse en potencia, entendió que era necesario controlar los pasos marítimos que lo rodeaban así como garantizar la influencia de sus decisiones en los países periféricos. La “estabilidad del hemisferio” se convirtió en asunto de seguridad nacional.
Dos eventos paralelos se desarrollaban en otros puntos de la geografía regional y estaban íntimamente relacionados a la participación de Estados Unidos en el conflicto venezolano. En 1899, adhiere las islas de Cuba y Puerto Rico a su territorio al derrotar España en la guerra hispano-estadounidense. En ese momento también quedaron bajo la tutela norteamericana Filipinas y Guam.
El otro hecho fue el pacto, a finales de 1903, con la recién establecida República de Panamá para construir el canal transoceánico, inmediatamente después de la separación del Istmo de Colombia. De este modo, las aguas caribeñas pasaban al dominio estadounidense. La política exterior que trazó entonces fue dirigida a la defensa de una región estratégica para el comercio y la comunicación naval, con especial énfasis en el canal ístmico.
Con la mediación en Venezuela, Estados Unidos, dirigido por el presidente Theodore Roosevelt, consagraba el “derecho manifiesto” de ser árbitro en los asuntos de los países latinoamericanos. El gobierno de Washington diluyó las pretensiones por parte del viejo continente de cobrarse las deudas con una ocupación del territorio, en ventaja de su propio asentamiento como hegemonía en la región caribeña.
Rooselvet aprovechó el incumplimiento de los pagos y la amenaza bélica declarada por Europa para justificar su intervención, reinterpretando la doctrina Monroe de 1823 que después fue modificada mediante el Colorario Rooselvet en 1904 al declarar que Estados Unidos intervendría “en contra de su voluntad” cuando una nación no se comportara de manera “civilizada y responsable”, dando sustento teórico a la irrupción como policía internacional en el conflicto venezolano y a las posteriores intervenciones en República Dominicana, Nicaragua y Haití.
La “pacificación” del bloqueo naval resultó en el reconocimiento diplomático de la obligación del gobierno de Venezuela con sus acreedores extranjeros, quienes, por otro lado, no recibieron condena alguna de Estados Unidos ante el evidente uso de la fuerza para alcanzar su voluntad estipulada.
Lecciones para el presente
Si bien el gobierno estadounidense salió favorecido del bloqueo naval, colocando los cimientos de lo que sería su política exterior intervencionista en el continente y garantizando el control de materia prima y rutas marítimas para las futuras incursiones en las guerras del siglo XX, la agresión de los países europeos despertó un rechazo general en las jóvenes naciones latinoamericanas, que compartían el mismo rasgo de haberse endeudado en sus propios procesos de constitución como Estados.
El alarmante empleo de recursos de guerra en Venezuela logró que la región concibiera el fundamento de la prohibición del uso de la fuerza que después se integró al derecho internacional. A este respecto, la posición más clara fue la declaración del gobierno argentino, que dio nacimiento a la Doctrina Drago.
La respuesta la elaboró Luis María Drago, jurista argentino que entre 1902 y 1903 se desempeñó como Ministro de Relaciones Exteriores de su país y expresaba el principio de prohibición de injerencias en los asuntos internos de las naciones para la preservación de la paz.
Drago rechazó la movida imperial al declarar que esos procedimientos “establecerían un precedente peligroso para la seguridad y paz de las naciones de esta parte de América. El cobro militar de los empréstitos supone la ocupación territorial para hacerlo efectivo y la ocupación territorial significa la supresión o subordinación de los gobiernos locales en los países a que se extiende”.
Sus consideraciones estaban dirigidas exclusivamente a Estados Unidos y Europa y fueron adoptadas por la conferencia de La Haya con algunas modificaciones para limitar el uso de la fuerza en el cobro de deudas contractuales de un gobierno a otro.
A pesar de que en los años que siguieron, el país fue sometido a la oscura dictadura militar de Juan Vicente Gómez que terminó respondiendo a los intereses extranjeros, la acción diplomática de Argentina avalada por los países latinoamericanos, junto con la unidad nacional de la población venezolana en favor del llamado de Castro a defender la soberanía nacional, fueron dos capitalizaciones importantes que surgieron de la disuasión del enfrentamiento bélico y que no hay que dejar de mencionar.
El comportamiento de respeto a la autodeterminación que las nacientes repúblicas exigieron, a pesar de tener instituciones débiles y padecer las secuelas estructurales de las guerras independentistas, hacen ruido histórico con respecto a la posiciones belicistas de los países que buscaban definir el nuevo equilibrio de poderes en el mapa global.
Más de 100 años después, Venezuela, tanto por sus recursos energéticos como por el proyecto de integración al mundo multipolar que desarrolla, vuelve a ser epicentro continental que define el reordenamiento global de las potencias, con China y Rusia en el horizonte.
Al evento acude Estados Unidos desempolvando el manual del “gran garrote”, ante el agotamiento creativo de la élite estadounidense para sostener el control hegemónico. No llega como árbitro y, en su afán de aislar al mundo emergente, pone en riesgo su propia participación en la nueva conducción global.
Así como el bloqueo naval de 1902 marcó el amanecer de la hegemonía continental de Washington, hoy las agresiones financieras y las amenazas de guerra contra Venezuela son medidas encolerizadas que parecen cerrar el siglo intervencionista en la región, ante el panorama cada vez menos probable de retomar el poder del país por parte del gran capital occidental.
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