LUIS BRITTO GARCÍA
No tiene el hombre más destino que la muerte. Durante su efímera vida acumula engaños para disimularlo; la patética derrota de estos borra la única ilusión que lo anima. Quizá ello explique la supervivencia de la fábula sobre un anciano que se niega a aceptar la realidad del mundo y muere cuando esta se le impone. En tal sentido, el Quijote ha cabalgado muchas veces, tantas como han alentado seres humanos.
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Afirma Borges que toda obra maestra crea sus predecesores. Quizá el menos advertido entre los muchos que anima el Ingenioso Hidalgo sea Celestina, tejedora de esa novela de caballerías que es el amor. Muchas salidas en su busca ha de haber vivido la Trotaconventos para desengañarse de sus espejismos. No hay Dulcinea que sobreviva a una arruga. Para la vieja Conqueridora está reservado el tormento de ya no poder inspirar el amor que para otros concerta. Su aliciente es la esperanza de vivir un día más de achaques y desabrimientos; el de sus víctimas, perpetuar en la descendencia otra sumatoria de jornadas sin más conclusión que el desengaño. Ese día más que gana la vieja todavía no ha concluido. En todo crepúsculo revive Celestina.
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Después de recibir tantas palizas recupera Alonso Quijano la razón y muere de cordura. Era una necesidad literaria: a nadie interesaba, y menos a su autor, un Ingenioso Hidalgo razonable. La locura nos mantiene vivos. Por eso el mundo agoniza poblado de cadáveres vivientes que sólo existen en razón de sus intereses. Señalé alguna vez que el verdadero Quijote fue Sancho, quien acompañó a su alucinado camarada a pesar de que su realismo aldeano le impedía ver gigantes en los molinos de viento y princesas en las mozas del trato.
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Aquí tenemos dos siglos después al petimetre fantasioso que se sueña creador de mundos y arquitecto de Repúblicas Aéreas. Ni tan mal le va en sus estrepitosas salidas: a sangre y fuego libera lo que son hoy cinco países, con la lógica Ilustrada intenta confederar continentes, sólo para ver su obra destruida por la ganzúa del ladrón y la emboscada del asesino. Los tres grandes majaderos del mundo hemos sido Jesucristo, el Quijote y yo, sentencia en su miserable camastro de muerte. Lo que ve disiparse no son quimeras: ha movido en realidad marejadas de hombres y derramado océanos sangrientos; ha derrotado ejércitos formidables, regido comarcas inconmensurables y amado mujeres que eran más que princesas. La culminación de su obra requeriría tratar a los díscolos con el mismo rigor con el que desbarató a sus enemigos. Ciertamente no ha perdido la razón: esta ha sido el alma del Proyecto Ilustrado que intentó imponer sobre la Cuarta Parte del Mundo. En la cima del Chimborazo el Padre de los Tiempos le advirtió que nada son esos instantes que los mortales llaman siglos y mucho menos esa pelota de barro que llaman Tierra. No es en sus últimos instantes que lo avasalla la Locura de la Razón. Lo ha acompañado siempre: es el legado que nos deja.
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En tanta tragedia abramos un intervalo risueño. Alphonse Daudet, a quien imaginamos como francesote rubicundo y bon vivant, sueña a Tartarín de Tarascón, un meridional insólito con alma de Quijote y cuerpo de Sancho, que en un solo personaje resume todas las contradicciones del dúo ibérico. Sus salidas resultan fanfarronadas: caza en África sin abalear otra presa que un humilde pollino que debe pagarle a su dueño; escala los Alpes para encontrar en la cima un hotel turístico; intenta fundar en una isla la colonia Port Tarascón sólo para ser desalojado por los ingleses. Como Napoleón, muere en el exilio, soñando hazañas, Imperios, tartarinadas.
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Umberto D es un insignificante maestro jubilado a quien empuja a la indigencia una pensión cada vez más insignificante. Su locura es el decoro: viste recatado traje de tres piezas; sólo ante el hambre trata de vender sus libros de texto; intenta pedir limosna extendiendo temblorosa mano y la vergüenza lo hace retirarla fingiendo que trataba de sentir si llovía. Lo único que lo ata a la vida es su responsabilidad hacia el perrito Flick, al cual rescata de inmisericordes perreras y busca en vano acomodo en incosteables casas de cuidado. Como Quijano, no abriga ilusiones sobre un mundo de oportunistas, chicas que no saben cuál es el padre de su hijo y niños que corren ilusos hacia la vida como si se tratara de un parque de diversiones. Juega, Flick, suplica al perrito para distraerlo de la definitiva pérdida de la esperanza. Juega.
«No hay Dulcinea que sobreviva a una arruga”.
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Qué decir del marqués de Bradomín, viejo, feo y manco que aún trata de enamorar, y de Calvero, que se esfuerza en volver a las tablas para disuadir de su resolución a una muchacha suicida. Tan infinitas como las encarnaciones del Ingenioso Hidalgo son las de Dulcinea, fantasma que nos impide desmontar de Rocinante.
“El coronel no tiene quien le escriba. Tampoco quien le otorgue una miserable pensión por servicios heroicos”.
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Este era un viejo que zarpó cien días para pescar sin atrapar un pez. Su mujer había muerto, los demás pescadores lo evitaban porque lo creían víctima de la mala suerte, ni siquiera el niño que llevaba como grumete lo acompaña cuando por fin engancha al pez aguja colosal que prueba que todavía es pescador, que a todo marino lo despoja del fruto de su trabajo el cardumen de tiburones que se prende de su estela. Al viejo sólo le queda el amor por la magnífica bestia que mató para demostrarse que todavía estaba vivo. Le contará esta historia a un escritor quien, como aprovechado tiburón, le sacará un premio Nobel y dinero para comprarse una magnífica escopeta con la cual se volará los sesos.
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El coronel no tiene quien le escriba. Tampoco quien le otorgue una miserable pensión por servicios heroicos. Su hijo fue asesinado por el gobierno; apenas le queda un reloj viejo que no vende por falsa vergüenza y un gallo tan feo que se le parece y que quizá ganará una incierta pelea dentro de meses. No se engaña el coronel sobre la atrocidad de un mundo donde la industria de las autoridades es el asesinato: su lucidez consiste en aferrarse a una esperanza que sabe falsa.
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Nuestra patria es la derrota. Vencerla es el único triunfo que no peca de trivial.
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