Isidro López / Resumen Latinoamericano / 3 de septiembre de 2019
Este primero de septiembre falleció Immanuel Wallerstein, el representante más destacado de la teoría de los sistemas-mundo, un enfoque deudor de Karl Marx y el historiador francés Fernand Braudel, que, frente a los excesos teorizantes del marxismo estructuralista y post estructuralista francés, puso encima de la mesa el análisis del capitalismo realmente existente en términos históricos y geógraficos concretos y de larga duración. En los cuatro volúmenes de «El Moderno Sistema Mundial», su obra más completa y conocida, analiza los distintos momentos de expansión política, social y territorial del capitalismo desde el siglo XVI al siglo XIX, con sus ciclos de hegemonía genovesa, holandesa, británica y finalmente, norteamericana. Wallerstein contaba con el cierre de esta monumental saga con un quinto volumen dedicado al siglo XX.
Las luchas de clases, el sistema de Estados, los movimientos de liberación nacional y descolonización o la huida del capital al este de Asia tras la crisis de 1973 fueron analizados por Wallerstein desde una perspectiva que arrancaba en el siglo XVI con la extensión progresiva del capitalismo al mundo. Wallerstein comienza a escribir en un momento en que los callejones sin salida teoretizantes de un marxismo europeo que tardó décadas en recuperarse de las derrotas de los movimientos obreros en el periodo de entreguerras y al que la reconstrucción de posguerra bajo la batuta del keynesianismo y los Estados de bienestar dejó la reflexión marxista confinada a las universidades y a la discusión de salón. Sin embargo, Wallerstein como sucedió con Giovanni Arrighi, otro de los grandes teóricos de los sistemas mundo, parte de la experiencia política del 68 norteamericano, con la preeminencia de la guerra de Vietnam y la expansión imperialista norteamericana, para devolver a Marx a donde pertenecía, la reflexión histórica orientada a la práctica política.
Un mundo en conflicto permanente
Su concepto flexible de las clases sociales como alianzas políticas antes que como posiciones sociales prefijadas y su visión de la necesaria soberanía limitada de los Estados en un marco político transnacional funcional al desarrollo capitalista, dieron al análisis de Wallerstein una capacidad de análisis muy superior a la de los intérpretes «izquierdistas» del sistema, anclados en las peculiaridades de un determinado país o periodo histórico. Para Wallerstein, han sido los llamados movimientos antisistémicos, la contestación al capitalismo en sus distintas encarnaciones históricas, los que han llevado la iniciativa política sobre la que el capitalismo ha movilizado su capacidad para operar en la escala mundial y dejar a los movimientos antisitémicos confinados en los espacios del sistema de Estados-nación. Pero en cada movimiento de huida y recomposición del capitalismo aparece un nuevo escenario de conflicto entre los capitalistas y los trabajadores, que a su vez se concreta en toda una serie de conflictos entre todas las segmentaciones sociales que componen la fuerza de trabajo ya sean de género, raza, religión u orientación sexual. Pero también conflicto de los capitalistas entre sí y con los ecosistemas.
Frente a la quimera de la emancipación en un solo Estado-nación, algo para Wallerstein imposible desde el siglo XVII en adelante y en lo que coincide más con Rosa Luxemburgo que con Lenin, Wallerstein dejó bien claro que solo la emergencia de movimientos antisistémicos que superasen las fronteras nacionales desde la comprensión de un destino común y no de la buena voluntad internacionalista, tendrían la posibilidad producir cambios profundos en el sistema-mundo, hasta llevarlo más a allá de la subordinación capitalista al mandato del beneficio económico creciente.
La bola del mundo frente a la bola de cristal
Esta solidez en sus planteamientos analíticos ha hecho que Wallerstein ha sido uno de los pocos especialistas en ciencias sociales capaz de emitir predicciones solventes con décadas de antelación. Wallerstein anticipó en casi quince años la caída del muro de Berlín basándose en una concepción de la Unión Soviética como un Estado capitalista más surgido del triunfo de un movimiento antisistémico, cosa que le confería ciertas peculiaridades internas pero lo hacía plenamente dependiente de las evoluciones del capitalismo mundial. Lo mismo podía ser dicho para sus países satélites y los movimientos del tercer mundo, en la medida en que estaban protegidos por el paraguas soviético.
Pero también predijo el ascenso de China como receptor de capital que huía de los crecientes costos salariales, ambientales y fiscales de la crisis global de rentabilidad que se inicia en 1973 y cierra en falso el auge las finanzas en los años ochenta. O de los propios Estados Unidos, a quien también desde finales de los ochenta, ve confinado en un dilema entre la decadencia de su rol como amo hegemónico del mundo capitalista y el desgarro interno de la sociedad estadounidense, a la que de forma absolutamente brillante, ve asediada en lo que entonces era «el futuro» y hoy el sangrante presente por movimientos populistas xenófobos y racistas, que intentarían restaurar por la vía ideológica la posición privilegiada del trabajador blanco americano que estaba perdiendo en la arena económica global.
También esos años, Wallerstein ya situaba en el periodo 2010-2030 una potente crisis del capitalismo, más allá de una simple recesión, en la que se dirimiría el futuro político del mundo. Tres crisis de distinta duración, como dijo en uno de sus últimos artículos de calado en la «New Left Review». Una recesión profunda pero superficial vista en la perspectiva larga, como la que vivimos desde 2007. Otra crisis del ciclo hegemónico norteamericano, que se expresa en la forma en que retiene «solo» la fuerza financiera y militar pero ha perdido totalmente la posición dominante del aparato productivo global en términos propiamente capitalistas, esto es, a través de la competencia, ahora en manos de Asia, y muy especialmente China. Y todavía otra crisis de un ciclo aún más largo, de quinientos años, en los que el capital ha podido depredar los entornos no capitalistas y huir de las demandas populares y democráticas encontrando lugares con menores costos de producción, reproducción, fiscales y ambientales. Después de la última huida a Asia el capital no tiene donde fugarse, sin afrontar las crecientes demandas de redistribución que le plantean los movimientos antisistémicos heredados del 68, ya sean en su vertiente obrera, ecologista o feminista.
En su última columna periodística, Wallerstein consciente de que dejaba su última palabra, recordaba que la lucha sigue en un 50% de posibilidades de un futuro de mayor dominio y explotación, y un 50% de posibilidades de una salida de la crisis parecida a una emancipación. Desde hace años, Wallerstein defendía que ese horizonte de emancipación era el socialismo. Y ponía tres condiciones para identificar el socialismo, que ningún Estado «socialista» ha cumplido aún: 1) Un sistema en que las decisiones económicas están tomadas en términos de utilidad social y no de beneficio 2) Un sistema que reduce las desigualdades y no las amplia y 3) Un sistema en que las libertades personales y colectivas están tan enraizadas material y socialmente que no dependen del capricho de los Estados.
El Confidencial
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