Por Clodovaldo Hernández
Me acuerdo de los tiempos, tan lejanos, tan históricos, cuando la gente decente y pensante de este país (frase de mi amiga Carola Chávez) se declaró oficialmente sociedad civil. Fue una hábil jugada para diferenciarse de la chusma, de la horda, del colectivo, del chavismo, pues.
En esos lejanos días la sociedad civil acostumbraba demostrar su civilidad comprando «de marca» en el Sambil y engullendo chatarra en su feria de comida. De allí nació la sarcástica categoría etnográfica de sociedad sambil.
Para seguir en onda nostálgica, recuerdo cuando el Sambil de Caracas cerró sus puertas para sumarse al paro-sabotaje petrolero y patronal de diciembre de 2002. Unos bellos ejemplares de la sociedad civil-sambil enarbolaron una pancarta que decía: «Espérame aquí, Louis Vuitton, volveré cuando sea libre de nuevo», alcanzando así la cumbre de la novísima poesía del sifrinismo.
Fracasado el paro-sabotaje, los propietarios del Sambil decidieron que, definitivamente, lo suyo no era la rebeldía burguesa, sino seguir incrementando sus ganancias netas o, dicho de modo más vulgar, metiéndose una bola de billete. Así que se dedicaron a llenar de más sambiles al país, a pesar de que este se encaminaba –al menos discursivamente– hacia el socialismo.
Mientras tanto, ocurrió un fenómeno digno de ser analizado por los antropólogos y sociólogos más perspicaces: la chusma, la horda, la turba comenzó a mejorar su nivel de vida y adoptó la costumbre de darse una vuelta por los grandes centros comerciales, tal vez no a comprar mucho, pero sí a ver y dejarse ver, como decía un cronista de los ágapes de la alta sociedad que escribía sus reseñas en un diario capitalino del siglo pasado.
Uno de los primeros enclaves del consumismo tomado por asalto por el populacho fue el Sambil de Chacao. Debido a su cercanía, la estación del metro arrojaba toneladas y toneladas de bullangueros plebeyos procedentes de Catia, Petare, Caricuao, El Valle y otros arrabales hacia el que otrora había sido templo de la clase media-media.
Entonces, a la gente decente y pensante (la genuina sociedad civil-sambil) no le quedó más remedio que huir despavorida de esos que habían sido sus ghettos. Se desplazaron, en el caso de Caracas, hacia el legendario «este del este», donde se construyeron centros comerciales igual de distinguidos, elegantes y exquisitos, pero lejos del subterráneo y de las paradas de vulgares autobusetes.
En fin, lo cierto es que, con una gran visión del negocio, los señores feudales del sambilismo dijeron: si la chusma quiere venir a nuestros centros comerciales, bienvenida sea la chusma y, es más, vamos a construirles lo que les gusta cerca de sus barriadas. Después de todo, acotaron los expertos en mercadeo tras estudiar a fondo las estadísticas, la clase media nariz pa’ rriba habla mucho, es capaz de matar por defender al capitalismo, pero siempre anda pelando, así que es mejor abrir el espectro hacia los pobres que -vaya usted a saber cómo- se las arreglan para gastar y darse algún lujo.
Entonces construyeron el Sambil de la Candelaria, en el lugar donde había estado alguna vez una de las casonas de la familia Vollmer, flamantes miembros de la oligarquía caraqueña, es decir, de los célebres Amos del Valle.
Todo estaba listo para que empezaran a circular por allí tanto la sifrinada de medio pelo de la céntrica parroquia y sus alrededores, como las muchedumbres de pobres natos del resto de la ciudad. Pero, como dice el tema de Carlos Puebla, llegó el Comandante y mandó a parar.
Siempre quedará la duda de por qué lo hizo cuando ya el monstruo estaba construido, si pudo haberlo hecho antes. Y conste que no tenía mucho peso el argumento de que el Presidente no sabía nada, porque el Sambil de Candelaria no se construyó en dos días ni se ubica en, por decir un sitio lejano, San Carlos de Río Negro, sino en el comienzo (o el final, según como se le vea) de la avenida Urdaneta, en cuyo otro extremo, apenas a unas doce cuadras, se erige el palacio de Miraflores.
Vaya usted a saber por qué, entonces, el Comandante mandó a parar en ese inoportuno momento, generando la reacción furibunda de los mismos voceros de la sociedad sambil que ya habían dejado de ir al otro Sambil, al original, porque se había tornado demasiado chusmático [insisto, cosas que solo podrían explicar los mejores sociólogos, pero ese es un tema aparte].
Desde ese momento, la obra terminada experimentó la suerte que corrió durante otra época el Helicoide, esa estructura perezjimenista que iba a ser la octava maravilla del mundo y pasó a ser un elefante blanco, como les dicen a las obras inconclusas o inútiles. [Fue muchos años más tarde, tras tener varios usos (incluyendo un barrio bastante feo), que el lugar encontró su vocación como búnker de la policía política, pero, de nuevo, es otro tema].
Volvamos al hasta hace poco frustrado Sambil candelariano. Por instrucciones del propio Chávez, se intentó adaptarlo para que fuera útil. Se pensó, entre otras cosas, en convertirlo en sede de una universidad, pero las ideas para un uso alternativo siempre tropezaban con la realidad técnica: un edificio diseñado como mall, construido como mall, decorado como mall, con locales de mall, pasillos de mall, escaleras de mall, ascensores de mall, baños de mall… ¿para qué más podía servir?
Bueno, sí sirvió para algo más: refugio de damnificados de las terribles lluvias de 2010 y 2011, esas que dieron pie al inicio de la Gran Misión Vivienda Venezuela. Y así ocurrió otra de esas ironías de la lucha de clases caraqueña: en el sitio de la ciudad donde los millonarios Vollmer vivieron felices y comieron perdices, y en ese inmueble sin estrenar, dividido en locales solo al alcance de compañías o individuos con cuentas bancarias gordas, terminaron residiendo temporalmente los más desheredados, los más pobres entre los pobres.
Por cierto, cuando estuvo cumpliendo esa función era un lugar de parada obligatoria para los fotógrafos urbanos de vocación antropológica, por el significativo detalle de que de sus paredes exteriores brotaban como hongos las antenas de DirecTV, una prueba irrefutable de que los desheredados y pobres entre los pobres estarían excluidos de muchas cosas, pero no de la llovizna ideológica de la industria cultural dominante.
Contrario a lo que pasaba en otras épocas de nuestra historia política, los refugios de damnificados no se hicieron permanentes. Las familias que residieron en el Sambil de La Candelaria, eventualmente, fueron mudadas a urbanismos se la GMVV y el enorme espacio quedó casi vacío, salvo los lugares destinados a almacén de otra misión, Mi Casa Bien Equipada.
Ahora, cuando ya la mole ociosa se había mimetizado con el paisaje citadino, tronó el anuncio de su devolución a los dueños originales, desatando por un lado la euforia y por otro la tormenta.
En el seno del chavismo, el punto de debate es si revertir una decisión tan drástica del Comandante no significa acaso desconocer ese legado que siempre está en boca de funcionarios de todos los rangos, tal como el “¡Gloria a dios!”, de los predicantes.
Se debe tener en cuenta que Chávez no dejó espacio para las interpretaciones en este caso, pues dijo que «me tendrán que sacar de Miraflores para que haya un Sambil en La Candelaria». Entonces, quienes acusan al presidente Maduro y a sus colaboradores inmediatos de ser traidores a la herencia, sentencian que ya no hay duda de ello.
Añaden que esto del Sambil se suma a asuntos de alcance incluso más general, como la reapertura de los casinos, la reprivatización de hoteles de cinco estrellas y la reanudación del cobro de peaje en las autopistas. Algunos alegan que por esta vía, pronto hasta volverá al aire RCTV.
Los no tan ortodoxos señalan que Chávez era un político muy sagaz y visionario, pero eso no puede llevar a la estrambótica creencia de que fue infalible, como pretenden algunos idólatras. De hecho, cometió varios excesos al anunciar públicamente -en un Aló Presidente o en una cadena- decisiones que parecía tomar en el mismo momento, que luego no dieron los resultados esperados y que han sido difíciles de revertir tras su fallecimiento.
Además, buena parte de esas medidas, en apariencia improvisadas, las tomó al calor de la bonanza económica que le permitió expropiar desde minas de oro de alto potencial comprobado hasta empresas quebradas y colecciones de chatarra como la naviera Conferry, para solo mencionar una.
A su sucesor, en cambio, le tocó el tiempo de vacas flacas y de bloqueos y medidas coercitivas unilaterales por lo que no pudo seguir sosteniendo esos desaguaderos de recursos en que se convirtieron algunas de las empresas expropiadas. ¿O no es así?
Un analista político de plaza (de La Candelaria, por cierto) lo resumió así: «La gente quiere que Nicolás, sin real y siendo un tipo normal, gobierne igual que gobernaba Chávez con mucho real y era un fenómeno. Me gustaría verlos a ellos tratando de hacerlo».
En el lado opositor, la medida de devolver el Sambil de La Candelaria ha tenido dos reacciones opuestas. Un grupo dice que es el reconocimiento tardío del fracaso de la Revolución Bolivariana y lo interpretan (por enésima vez) como “el principio del fin”. Otro sector se muestra indignado y plantea que el rrrégimen solo pretende atornillarse más y seguir inflando las apariencias de normalidad y progreso que atizan la entusiasta campaña según la cual el país «se arregló».
Los que alegan esto último flagelan a los empresarios que, según su punto de vista, cooperan con «la dictadura» en este empeño. De allí que hayan despellejado al vocero de la familia Cohen que salió a dar declaraciones gozosas (en modo mandibuleo caraqueño) cuando se anunció la devolución.
Como siempre, a muchos opositores fanáticos les decepcionó grandemente que el lugar no estuviese en un estado ruinoso, pues querían seguir creyendo en los fake news que varias veces se han hecho tope de tendencia y que, al parecer, corresponden a un centro comercial abandonado en Estados Unidos.
Entonces, como para escribir un capítulo más de la serie sobre los extremos que se tocan (y hasta se manosean), encontramos declaraciones de gente chavista radical que jura que jamás pisará el Sambil candelariano, pues hacerlo sería deshonrar a Chávez; y encontramos también juramentos de ultraescuálidos que tampoco cruzarán el umbral de ese mall porque es el fruto del árbol de la traición y el colaboracionismo.
Y aquí cabe una predicción que tal vez suene cínica: a finales de año, cuando el centro comercial abra sus portones, nadie echará de menos a ninguno de los dos extremos ausentes. Y los que tomaron la decisión se sentirán reivindicados por las hordas de consumidores furibundos y por los propietarios locos de contentos. ¿Alguien apuesta?
Reflexión mediática
Lo de la gente decente y pensante que le escribe odas a las transnacionales del fashion no es exclusividad de la derecha de esta comarca tropical.
Esta semana se difundió intensamente un fragmento de un noticiario (o algo así) de España en el que ofrece su testimonio un joven que, al parecer, estuvo en uno de los lugares donde se encuentran los refugiados ucranianos. “Es gente como tú y como yo. He visto bolsos de Dolce & Gabbana, ropa de Louis Vuitton… es decir, que es gente que podría estar en Madrid perfectamente, gente como nosotros, pero vive en unas condiciones totalmente deplorables”.
No tengo claro si el personaje en cuestión es periodista, pero lo sea o no, me parece que es un reflejo del daño devastador que han hecho la ola neoliberal y la supertecnologización a las artes y los oficios ligados a la comunicación social.
En las pantallas –tanto las convencionales como las 2.0 de los medios digitales o de los tradicionales convertidos forzosamente en tales– reina lo superficial, lo banal, limítrofe con lo estúpido.
Y conste que no es cuestión solo de las nuevas generaciones, pues en esas pantallas aparecen tarados de todas las edades, haciendo este tipo de “análisis” que, como dijo alguien en Twitter, parece que fueran una parodia, pero son opiniones dadas en serio.
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