17 enero 2020
Cátedra Che Guevara Movimiento Continental Bolivariano Argentina
Queridas compañeras y compañeros del Movimiento Antiimperialista de Nuestra América y el mundo
Queridas hermanas, hermanos y camaradas del Movimiento Continental Bolivariano
Nuestras historias y nuestras luchas, múltiples y particulares, continentales, regionales, nacionales y locales, se inscriben en un marco global.
¿En qué época vivimos? En los tiempos del imperialismo mundializado, perfeccionado, generalizado y voraz. Digan lo que digan las usinas ideológicas y los grandes monopolios de incomunicación del poder establecido, el imperialismo no ha desaparecido ni está pasado de moda. ¡Muy por el contrario!
Recientes estudios corroboran que la dominación de las grandes empresas, firmas y conglomerados multinacionales (y el complejo aparato político-militar-industrial que las defiende) se van extendiendo cada vez más por el planeta. Se expanden en extensión territorial y penetran con mayor profundidad en las relaciones sociales. Desde los estados-naciones hasta los vínculos personales.
La privacidad, supuesto tesoro inmaculado y resguardado por el Occidente capitalista durante la guerra fría —bautizado “Sociedad Abierta” por sus apologistas— ha desaparecido. La Big Data no es otra cosa que una forma más de operar de las empresas monopólicas y oligopólicas que dominan, manipulan y controlan el Mercado mundial, incluyendo el mercado de las ideas y las opiniones.
Esas grandes firmas capitalistas han mundializado, segmentándolas y fraccionándolas, sus cadenas globales de producción de valor. La crisis capitalista actual, polifacética y multidimensional, no es sólo “parasitaria- financiera”. Es también productiva.
No hay una sin la otra, aunque la financiera sea la forma más visible y accesible al sentido común. No es casual que las pocas películas que aspiran a denunciar el sistema mundial del capitalismo posterior a la crisis del 2008 (por ejemplo: «El Capital» de Constantin Costa-Gavras [2012, ficción, 114 minutos] o «Cosmópolis» de David Cronenberg [2012, ficción, 108 minutos]; —ambas con las
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mejores intenciones— sólo alcanzan a cuestionar una forma particular del capital: el financiero. (Lo hacen además en un sentido muy distinto al empleado por Lenin: fusión del capital industrial y bancario). Ambas películas representan al régimen capitalista como sinónimo exclusivo del mundo de los bancos y los especuladores bursátiles, sin someter a crítica al capital industrial ni al terrateniente.
Por debajo de esa apariencia fetichizada, la crisis capitalista consustancial a la expansión brutal del imperialismo neocolonial abarca la “burbuja” inmobiliaria y la especulación bursátil, pero también atañe a la relocalización del aparato productivo redistribuido a lo largo y ancho de todo el Sur Global (¡de ahí la importancia de sus recursos naturales!). Dicha relocalización se sustenta en la superexplotación de la fuerza de trabajo, como lo adelantó desde Brasil y Chile Ruy Mauro Marini, hace 40 años, y como hoy en día lo demuestran y corroboran las investigaciones empíricas de John Smith desde Inglaterra y Estados Unidos.
La competencia (o “guerra comercial”) entre Estados Unidos y China es la consecuencia de la crisis productiva del imperialismo, no su causa. Ya es hora de dejar de escindir y separar “lo económico”, lo “político” y lo “militar” a la hora de analizar el imperialismo neocolonial de nuestros días. La guerra permanente impulsada por Obama, Hillary Clinton y el no muy cuerdo presidente Trump en busca de recursos naturales es expresión de una crisis productiva, social y ambiental colosal, de escala planetaria, no sólo explicable por el “parasitismo” ni por la “senilidad”… aparentemente terminal del sistema.
Así como el sistema capitalista mundial y sus grandes empresas multinacionales lograron superar la crisis de 1971-1974 apelando a un programa de contrarrevolución preventivo y contrainsurgencia terrorista (desperdigando golpes de estado y genocidios por todo el orbe, particularmente, por América Latina); hoy la crisis capitalista hace renacer lo que parecía vetusto, perimido y demodé: la contrainsurgencia.
Nadie creía —ni los “expertos” más avezados— que los golpes de estado, los cuartelazos policiales-militares, las torturas masivas y los choques callejeros contra las tropas antidisturbios volverían a ser moneda corriente en Nuestra América. Cuando se intentaba sugerir esa posibilidad, aparecían la sorna y el gesto condescendiente.
“A partir de ahora todo se resolverá”, argumentaban algunos ingenuos, “exclusivamente en el terreno de los consensos y las leyes”. Ese institucionalismo y ese fetichismo jurídico, resurgido de sus antiquísimas cenizas, ha hecho un daño tremendo al movimiento revolucionario y popular.
No sólo castrando abruptamente procesos sociales de cambios democráticos y culturales profundos —que nunca llegaron a iniciar la transición al socialismo comunitario, como es el caso boliviano— sino que a su vez empujaron a un eventual suicidio, convenciendo a todo trapo sobre una supuesta e ineluctable necesidad de desarme (o “dejación de las armas”, según el eufemismo jurídico aconsejado por expertos europeos) a una de las fuerzas insurgentes más poderosas y masivas de todo el hemisferio occidental.
Que algunos antiguos dirigentes de esa fuerza, hoy se abracen entusiastamente con viejos torturadores, paramilitares ejecutores de desapariciones forzadas, violadores, conductores de motosierras y constructores de fosas NN, no es producto de la “maldad” personal de nadie. Es el resultado de una crisis ideológica de la que hay que hacerse cargo. Si pensamos en el
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movimiento popular y revolucionario continental, hemos ido pateando la pelota para adelante para no afrontar un balance necesario.
¿Cómo fue posible suicidar una de las expresiones comunistas más importantes del hemisferio occidental, sólo comparable, salvando las respectivas distancias, con el comunismo cubano de los 60 o con el comunismo italiano de posguerra? Hubo infiltrados, hubo mercenarios que se vendieron, hubo un enemigo que hizo trabajo milimétrico, paciente y de hormiga, y hubo gente propia que se cansó. Hoy ya es innegable. Pero eso no explica completamente el fenómeno. En el fondo se incubaba una crisis ideológica y sobre todo un desarme moral, sin el cual todo lo demás no necesariamente hubiera sucedido y jamás hubiera generado tanto daño político a la rebeldía popular, antimperialista y anticapitalista.
Y si en Bolivia no se hubiera creído tan a fondo ni se hubieran tomado tan en serio las fórmulas difundidas por el posmarxismo de Ernesto Laclau y sus discípulos europeos más jóvenes, quizás el resultado de la intentona golpista de la extrema derecha racista de fines de 2019, hubiera sido diferente. Con preparación masiva y popular para el conflicto previsible, ya que era un secreto a voces, ¿hubiera triunfado tan rápidamente el golpe de Estado?
¡Pero no todo está perdido! Las resistencias populares de la Cuba martiana, la Venezuela bolivariana y el Irán antimperialista (aunque no socialista); las rebeliones subterráneas y extra-institucionales de Ecuador y Chile; la persistencia de las insurgencias de Colombia, Chiapas y Palestina; aunque también las desobediencias electorales en Argentina y México; y la indisciplina social generalizada en Brasil, Bolivia, Irak, el estado español e incluso la vieja y colonialista Francia, seguramente auspician nuevas insurgencias futuras a escala internacional. La lucha paciente y persistente de los pueblos es un manantial rejuvenecedor. La única fuente de biodiversidad auténticamente inagotable. Con ciclos, oleadas, mareas y ritmos diversos, el viejo topo de la revolución sigue debilitando la solidez de la dominación neocolonial del imperialismo capitalista. En varios continentes y, principalmente, en Nuestra América.
Para estar a la altura de esas rebeliones y resistencias actuales y de las futuras insurgencias por nacer y por venir, se torna más necesario que nunca reorganizar el movimiento antiimperialista mundial, superando la fragmentación y articulando todas las voces y resistencias. La ira popular, necesaria e imprescindible, pero espontánea, puede ser hasta “divertida” y completamente empapada de adrenalina, pero no alcanza para cambiar el orden de las relaciones sociales establecidas ni terminar con sus instituciones. A la larga, si permanece atado a la espontaneidad, ese enojo popular, justo, abnegado, sincero, termina neutralizado, institucionalizado y fagocitado por el sistema o incluso reorientado y canalizado por expresiones de la extrema derecha (desde Le Pen a Bolsonaro). El capitalismo en crisis aguda y múltiple puede estar “senil”, pero jamás morirá de muerte natural, sin una construcción político-cultural orientada por una estrategia de poder revolucionario. No, no se puede “cambiar el mundo sin tomar el poder”. Alguien se va a enojar y es mejor prepararse a tiempo que caer, desprevenidos, sin pena ni gloria.
En ese arco diverso y heterogéneo de las resistencias y rebeliones populares que recorre como un hilo rojo la mayoría de los continentes, la tradición emancipadora de Bolívar y el Che Guevara, junto a las teorías de Marx y
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Lenin, así como las banderas revolucionarias del socialismo y el comunismo, deben ocupar un lugar de honor y un puesto de lucha central y estratégico. No sólo decorativo.
Ya es hora de superar el complejo ideológico de supuesta inferioridad y el espíritu paralizante y “a la defensiva” en que nos dejaron empantanados el impotente eurocomunismo, la corrupta socialdemocracia y los diversos reformismos, desde los más oxidados y arcaicos hasta los más recientes, reciclados para la vidriera con la moda “POSMO”, que tanto daño nos hicieron y pretenden seguir haciendo.
Lamentablemente imposibilitado de asistir, envío entonces un fraternal y afectuoso saludo revolucionario, con la esperanza de que aparezcan nuevas luces en el horizonte. Luces rojas, por supuesto, que son las que mejor iluminan, orientan y acompañan en lo oscuro y tenebroso de la noche imperial.
Néstor Kohan
17 de enero de 2020
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