Sergio Rodríguez Gelfenstein
El eje del desolador panorama de la situación mundial está signado por la llegada de Donald Trump al Gobierno de Estados Unidos. De solo pensar que si hubiera sido Hillary Clinton la presidenta del país más poderoso del mundo, la situación hubiera sido mucho peor, resulta espeluznante y aterrador. Pero, esa es hoy la realidad de un sistema político que ha tenido un corrimiento hacia posiciones ultra reaccionarias como nunca antes en la historia, llevándose como un huracán no solo aquellos que desde el partido republicano profesan la fe más conservadora, también a los demócratas que en el léxico de Estados Unidos son considerados como liberales.
La conducción política de Estados Unidos hoy asume –en los hechos– un pensamiento claramente fascista, que solo tiene parangón ideológico en la historia, durante los prolegómenos de la Segunda Guerra Mundial, cuando Adolfo Hitler llegó al poder en Alemania. Sin embargo, los estudios más acuciosos de la realidad interna de Estados Unidos afirman que esta situación no se está produciendo gracias a Donald Trump, sino a pesar de Donald Trump.
Esta afirmación que a primera vista podría causar hilaridad y sorpresa, se explica por la razón de que en los hechos no es Trump quien gobierna, sino que son aquellos que ostentan el poder real, los que están aprovechando una situación ideal producida por la ignorancia, la idiotez y la mentalidad troglodita del presidente estadounidense, todo lo que crea condiciones óptimas para la imposición de una política guerrerista, amenazante, belicista e intervencionista del poder real, ese que manda desde las sombras.
En el trasfondo, lo que impera es el aparato globalizador que tiene en Estados Unidos a su eje, el cual llegó al poder con el gobierno de Obama y se mantiene aún hoy con Trump. Este pensó combatirlo a partir del desarrollo de una política de “nacionalismo económico”, que proponía que la maximización de ganancias para las grandes empresas de Estados Unidos iba a ser el motor de la dinamización económica del país, en crisis desde 2008.
Para ello, se debería disminuir la presencia militar de Estados Unidos en el planeta y mermar la actitud intervencionista, no solo en términos políticos, también en los económicos. En sus semanas iniciales de gobierno, Trump quiso aplicar su programa de gobierno “Estados Unidos primero”, para lo cual era básico disminuir y eliminar la confrontación con Rusia y hacer asumir a la OTAN parte de los gastos de guerra, pero de inmediato sufrió el efecto demoledor del conjunto del aparato formado por Wall Street (poder financiero), el Pentágono y las agencias de inteligencia (poder militar, de seguridad y espionaje) y las grandes transnacionales de la comunicación (poder mediático), las que, actuando como un todo, hicieron capitular al presidente de Estados Unidos en solo seis meses, por lo que a este no le quedó otra opción que, actuando como el gran bufón que es, sumarse al poder real que encarna en los hechos, el secretario de Defensa James Mattis. Esto ha tenido variadas repercusiones, pero en lo que más incumbe a América Latina y el Caribe, ha producido lo que James Petras denomina “la militarización de la política exterior de Estados Unidos”, cuyos efectos ya hemos comenzado a sufrir.
Esta política es básica para soportar económicamente al país. ¿Cómo funciona? A través del incremento del gasto militar para el año fiscal 2018, que comienza el próximo 1° de octubre, se elevó a 692 mil millones de dólares, sin contar el presupuesto de las agencias de inteligencia que no se incluyen en este rubro y que hace que la cifra supere con creces el billón de dólares. El gasto militar tiene una doble función: por una parte es la base del desarrollo de la guerra como instrumento de dominación, pero por otra, se transforma en una original forma de reactivar la economía. Cuando a partir de 1945, en la carrera armamentista, ingresó el componente atómico, las cifras de la industria militar superaron con creces a las de la economía de la mayor cantidad de países del mundo. La posibilidad de destruir el planeta (o un país como ha amenazado Trump refiriéndose recientemente a la República Popular Democrática de Corea), se transformó en el instrumento de chantaje más poderoso del mundo. Esa es la explicación de que el fin de la Guerra Fría no produjo una reducción en la producción de armas nucleares, por el contrario, un incremento.
En el meollo de este fenómeno está el hecho de que en el contexto de la economía global, las guerras y las armas necesarias para desatarlas son la mejor mercancía, en términos de acumulación de ganancias y riquezas para la sociedad capitalista. Se produce además un círculo vicioso: el incremento del gasto militar garantiza la hegemonía global y viceversa. Asimismo, algunos objetivos colaterales que se logran son la garantía de la solvencia económica para las grandes empresas y la justificación para una gran inversión en ciencia y tecnología por parte de los gobiernos (incluyendo la espacial), en beneficio de las empresas, pero que solo sirven para el desarrollo de armamento aún más sofisticado. A los medios de comunicación y al cine le cabe el papel de construir imágenes falsificadas de enemigos “que vienen de afuera”, y con ello quiméricos héroes individuales o institucionales que salvan a Estados Unidos de “los malos”, los cuáles generalmente son negros, indios, latinos, asiáticos o musulmanes. Son oportunamente recompensadas con gigantescos contratos de publicidad y la prioridad en la concesión de los espacios radio electrónicos para incrementar sus negocios y su ganancia, así mismo, están liberados de transmitir la verdad, o dicho de otra manera, están exentos de responsabilidad ética o incluso penal.
Pero, no todo está perdido, a diferencia de lo que ocurrió en Libia, cuando inocentemente, Rusia y China le dejaron las manos libres a la OTAN para producir la brutal intervención militar que condujo al asesinato de Gadafi, el desmembramiento del país, el despliegue de los odios tribales, la destrucción de su sociedad y la virtual desaparición del Estado, hoy, las dos potencias han decidido asumir su responsabilidad con la humanidad, evitando con su accionar diplomático e impidiendo, en el caso de Rusia, a través del despliegue de sus fuerzas militares en Siria, que los planes imperiales de Estados Unidos puedan ejecutarse a su libre albedrío. Mientras eso siga aconteciendo y la posibilidad de mantener el equilibrio sea una realidad, el mundo puede respirar con un poquito de confianza.
No obstante, el peligro es permanente, es constante, es acosador, la militarización de la política exterior de Estados Unidos y la presencia de un presidente débil desde el punto de vista político e inestable psicológicamente, dominado por las corporaciones (lo cual no es una novedad) y por las agencias del aparato de poder (lo cual sí es novedoso), que actúan a partir de criterios propios, en un país donde el poder se ha hecho difuso y las decisiones ya no se toman centralizadamente, sino que cualquier mando medio tiene acceso a la llave que puede iniciar el primer ataque, como ocurrió cuando se hizo estallar “la madre de todas las bombas” en Afganistán, o como se hizo patente cuando Trump informó que los portaviones se dirigían a Corea, cuando en realidad el Pentágono los había enviado a Australia, da cuenta del momento más alarmante y oscuro que el planeta haya vivido desde la Crisis de los Misiles de 1962.
Se ha hecho común decir que “estamos en manos de un loco”, es peor que eso, estamos en un momento en que la crisis del capitalismo, expresada en la debilidad de Estados Unidos, que se manifiesta en la languidez de su moneda, el ascenso económico de China, la fortaleza y entereza de Rusia en la defensa de sus intereses y el desmoronamiento del aparato del poder imperial, que ya no sabe actuar como un todo único, nos hace vivir tiempos de extrema tensión, o dicho en otras palabras, el riesgo que significa una bestia herida lanzando zarpazos, obliga a los hombres y mujeres de buena voluntad a resistir, seguir construyendo, hacer que, a pesar de todo, este mundo pueda ser mejor, sobre todo para los excluidos, haciendo el mayor esfuerzo para evitar la imposición imperial, que pretende el avasallamiento a través de la fuerza y la violencia, para aplicar sin impedimentos su lógica de guerra y de muerte.
ILUSTRACIÓN ETTEN CARVALLO
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